Los recuerdos de la adolescencia, a diferencia de los de la infancia, suelen estar nublados por amores tormentosos, cierta patosa disposición al melodrama y nulo interés por los demás. Pero a veces, cuando lo que te rodea es de verdad atrayente, deja uno de mirarse al ombligo y empieza a atrapar sensaciones, a salir de su cerrado mundo, a buscar modelos.

Yo debería tener unos doce o trece años cuando conocí a Rosalía Gómez. Se casaba con un miembro de mi familia dominicana, el arquitecto Tony Caro, uno de los primeros hombres guapos de carne y hueso que me topé en la vida. Pero ella, ¡fue una sensación nueva! Nunca habíamos visto, en la todavía triste y desabrida España de finales de los sesenta, aquella combinación de glamour y pasión. Rosalía avanzaba por el hall del hotel madrileño (los Caro siempre viajaban a Europa desde la República Dominicana con cierta regularidad), casi sin pisar el suelo, con una flor natural en el hojal del tailleur, seguramente de Costura, grácil, fragante, tímida. Eso sería con el tiempo algo que perduraría en ella junto a un ímpetu y curiosidad artísticas e intelectuales que se fueron imponiendo al papel de mera mujer de sociedad.

Rosalía era femenina, pero no ñoña, y hablaba con el rico lenguaje caribeño, con precisión, y humor. Enseguida se empezó a notar que Rosalía, como primero su abuela Zenaida, sus tías Graciela, Melba y Hilda, o como su propia madre, Nelly García Godoy, eran, lo que mi padre llamaba “tamañas guayabas”, mujeres románticas y prácticas a la vez, refinadas anfitrionas y cocineras mundanas.

Ahora Rosalía ha publicado un formidable libro que se llama “El arte de Vivir” en el que recoge sus experiencias sensuales con el mundo de los colores, los sabores, los aromas. Es un repaso a una vida llena de esplendor doméstico, de dulces recuerdos isleños, de viajes a través del mundo. Rosalía, de nueve años, ayuda a su padre Cristóbal Gómez a preparar la gelatina de cabeza de cerdo en su casa de campo de Buena Vista. Rosalía descubre que en su pueblo natal, La Vega, es costumbre obsequiar a los amigos con una infusión de jengibre acompañada de empanadas de catibía.

Rosalía espera la floración del maguey por las lomas de Costanza, en los caminos de Palmar de Oca y en La Romana para adornar con sus flores anaranjadas la mesa. Rosalía atesora la receta del legendario bizcocho de su tía Idalia. ¿No sienten ya el irresistible encanto de una manera de vivir en la que la amistad, los detalles, los afectos son la fuerza que pone en movimiento todo lo demás? Los bastones de caña de azúcar con camarones, el dulce de guayaba, la crema de guacuco, las paticas de cerdo, las papas, el pan de leche, el bizcocho de auyama, el pico de gallo, los frijoles refritos… mientras leía las recetas y repasaba las imágenes de este libro en el que hay encajes, plata, porcelana, libros, frutas, hierbas aromáticas, celebraciones y desde luego una interpretación personal del mundo, he recordado yo también a mi propio padre pintando en los andamios de la Basílica de la Altagracia, y a su cómplice y protector, José Antonio Caro, “Cocó”, diciéndole: “Venga Vela, no me seas pendejo, baja y come algo; Marinita está esperando y se está poniendo como una tora”. Entonces me he limpiado las lágrimas y me he puesto a cocinar, ¡qué carajo! 
Publicado en la sección Contar y Comer de la revista Joyce España. La autora es columnista de Marie Claire, “Yo donna” –periódico El Mundo– y Vogue, de España.


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